
El mate no es una bebida. Bueno, sí. Es un líquido y entra
por la boca.
Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque
tenga sed.
Es más bien una costumbre, como rascarse.
El mate es exactamente lo contrario que la televisión: te
hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo.
Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es ‘hola’ y
la segunda
“¿unos mates?”.
Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de
los pobres.
Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre
hombres serios o inmaduros.
Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los
adolescentes mientras estudian.
Es lo único que comparten los padres y los hijos sin
discutir ni echarse en cara.
Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar.
En verano y en invierno.
Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los
verdugos; los buenos y los malos.
Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide.
Se lo das
tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un
orgullo enorme
cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate.
Se te sale el corazón del cuerpo.
Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo,
dulce, muy
caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un
chorrito de limón.
Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos
mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza: “¿Dulce o amargo?”. El otro
responde:
“Como tomes vos”.
Los teclados de Argentina tienen las letras llenas de yerba.
La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas.
Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con
cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba,
un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie.
Éste es el único país del mundo en donde la decisión de
dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular.
Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir
lejos de los padres.
Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad
de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí.
El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer
mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es que ha descubierto que tiene
alma.
O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero
no es un día cualquiera.
Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por
primera vez un mate solo. Pero debe haber sido un día importante para cada uno.
Por adentro hay revoluciones.
El sencillo mate es nada más y nada menos que una
demostración de valores…
Es la solidaridad de bancar esos mates lavados porque la
charla es buena.
La charla, no el mate.
Es el respeto por los tiempos para hablar y escuchar, vos
hablás mientras el otro toma y es la sinceridad para decir: ¡Basta, cambiá la
yerba!’.
Es el compañerismo hecho momento.
Es la sensibilidad al agua hirviendo.
Es el cariño para preguntar, estúpidamente, ‘¿está caliente,
no?’.
Es la modestia de quien ceba el mejor mate.
Es la generosidad de dar hasta el final.
Es la hospitalidad de la invitación.
Es la justicia de uno por uno.
Es la obligación de decir ‘gracias’, al menos una vez al
día.
Es la actitud ética, franca y leal de encontrarse sin
mayores pretensiones que compartir.
Lalo Mir
Fuente: http://www.traslasierranoticia.com.ar/un-mate-y-un-amor-hermosa-e-imperdible-reflexion-sobre-una-costumbre-nacional/